Camina por las calles, al parecer, sin rumbo fijo.
Es un hombre delgado, consumido por una vida de ascetismo y austeridad. No tiene mucho dinero, si alguien lo conociera no sabría de donde lo saca; si no hiciera tanto frió, ni fuera tan incomodo, dormiría en las veredas amparado por la indiferencia de la ciudad.
Pasa por un puesto de flores y pregunta cuanto cuesta un clavel. Una mujer piadosa le responde: nada, maestro, llévese el que más le guste. A su lado hay una banqueta y sobre ella una radio ladra las fáciles e incansables verdades de un periodista de derecha.
El hombre antes de volver a su refugio pasa por un mercadito y compra una bolsa de arroz. Ya en la pensión, deposita la flor en un alargado vasito con agua. Junto al vaso una foto desteñida: una morocha sonríe en ella; el acomoda su esqueleto en una silla, mira la fotografía detenidamente -no tiene nada mejor que hacer- y recuerda esa sonrisa… ya desteñida hasta ser una sombra de la que una vez retrató con su flamante cámara nueva. Y lo ojos -¡que ojos!- mirándolo hambrientos y satisfechos a la vez, han quedado reducidos a la huella de un ayer lejano, ensuciando desde su parquedad fotográfica la pureza de un recuerdo a veces embellecido por el tiempo y las penurias cotidianas de la vida. Ahora el recuerdo gira alrededor de la foto como una luna gira alrededor de un planeta.
El hombre se levanta desengañado, va a la cocina de la pensión, pone el agua a calentar, deja la bolsa de arroz sobre la mesada y vuelve a sentarse en una silla que andaba por ahí, quedándose inmediatamente dormido.
1 comentario:
"muy bueno" no sería exacto. Nada, entonces.
Publicar un comentario